Los monstruos han estado presentes en el imaginario del hombre desde la noche de los tiempos. Sobre ellos se depositaron los grandes temores de la humanidad, las angustias, las aprensiones, las opresiones y las culpas que el hombre no podía cargar sobre sus propias espaldas. A lo largo de la historia se calificaron de monstruosos todos los rasgos y comportamientos que escaparan de la presunta normalidad, establecida directa o indirectamente por las esferas de poder propias de todas las sociedades. La teología, el derecho, la estética, la medicina son solo algunas de las disciplinas que giran en torno a la figura del monstruo, que se convirtió en un objeto de admiración, curiosidad y singularidad, así como también en un forma de castigo, pecado y amenaza. El problema teratológico que ocupó distintas ramas del saber se tradujo también en la literatura, que supo proyectar de modo poético un universo monstruoso acorde con cada época y circunstancias; de ahí la evolución de la imagen del monstruo literario en contextos culturales, sociales, históricos y políticos divergentes.
Numerosos textos han dado cuenta de nacimientos o apariciones de seres monstruosos a lo largo de la historia: bestiarios, historias naturales, crónicas, libros de viajes, relaciones de sucesos, libros de misceláneas e incluso manuales de párrocos y tratados de embriología sagrada, donde se debatía a propósito del bautismo de los monstruos hasta bien entrado el siglo XVIII. Los libros de caballerías castellanos no fueron ajenos a la tradición teratológica y en sus páginas desfilaron toda suerte de monstruos, tradicionales y novedosos, que el caballero andante debía enfrentar en su periplo.
Pero ¿qué sucede cuando lo monstruoso está representado por el principio femenino? Desde antiguo, la mujer encarnó la polaridad belleza-peligro y las diversas representaciones que de ella se hicieron a lo largo de la historia ponen de manifiesto la tensión entre la divinidad y la demonización que se genera a su alrededor. La mujer-serpiente encarna el arquetipo de lo monstruoso femenino, reforzado por la hibridación teratológica que vuelve sobre uno de los animales más emblemáticos del imaginario simbólico occidental: la serpiente.