El presente libro rescata de un injusto olvido en nuestra historiografía tradicional a uno de los arquitectos predilectos de la burguesía y de la aristocracia madrileña de la segunda mitad del siglo XIX, artífice, junto a otros contemporáneos, de la remodelación urbana de la capital española: Arturo Mélida y Alinari (1849-1902), cuya biografía, esbozada gracias a un detallado estudio documental y de su obra, tiene el lector ahora entre sus manos.
Fue un autor polifacético, pues no solo se inclinó hacia su principal vocación, la arquitectura –especialidad con la que se le asocia– sino que también fue un excelente escultor, pintor y dibujante, disciplinas que supo aunar en la decoración de interiores, uno más de sus talentos que acrecentó su fama entre la clientela de la alta sociedad. Su nombre era sinónimo de creatividad, buen gusto y calidad, pero también de confianza, al ocuparse del proyecto encomendado de inicio a fin, desde la idea y los primeros diseños hasta la ejecución de su parte artística.
La obra de Mélida se enmarca en el gusto ecléctico de la época, pero es fundamentalmente historicista y de marcado carácter neomedieval. Coincidiendo con un periodo de transformación y crecimiento de las ciudades en el que se levantaron nuevas construcciones, y se erigieron grandes monumentos, Mélida optó por participar en muchos casos con proyectos inspirados en el arte medieval, cuyas formas empleó con total libertad dando como resultado edificios, esculturas o ilustraciones en libros y revistas de gran originalidad.
En la actualidad, a Mélida se le reconoce principalmente por su espléndida labor como restaurador del convento de San Juan de los Reyes siguiendo los principios establecidos por Viollet-le-Duc, a quien admiraba profundamente. Con esta obra toledana, alcanzó su madurez personal y profesional, un magno proyecto que marcó definitivamente la carrera del arquitecto madrileño.
La fama y reconocimiento de Mélida traspasó fronteras al ser premiado con medalla de oro el pabellón español que había diseñado por la Exposición Universal de 1889. Este efímero edificio le valió, asimismo, su nombramiento como Caballero de la Legión de Honor francesa.
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